martes, 30 de septiembre de 2014

EL ULTIMO MOSAICO


Carlos tomó otro pedazo de mosaico y se lo quedó mirando como si fuera un diamante. Estaba decidido, aquella preciosura de cemento sería la primera piedra. Al lado de Carlos se alzaba una considerable pila de mosaicos rotos de los que hacía Bartolomé, su padre. Cuando era chico eran célebres sus furtivas prácticas de puntería contra las indefensas ventanas del vecindario de Vélez Sársfield. Casi siempre lo habían descubierto, dada la delatora proximidad del negocio de Bartolomé en la calle Segurola, con los lugares atacados. Pero ahora que tenía 83 años no iban nisiquiera a sospechar de él. Carlos no iba a tener que esconderse del enojo de su padre en los techos. Esta vez iba a poder romper todas las ventanas de Floresta. Nada ni nadie iban a impedírselo. Antes de tirar la primera piedra al primer vidrio, Carlos ya sabía que no iba a tener otra oportunidad como ésa. Aquella noche nadie culparía a Carlos. La fábrica de mosaicos de su padre, fundada en 1910 y fundida en 1970, era sólo un recuerdo glorioso. Carlos la había dirigido hasta el final, después de la muerte de Bartolomé en 1940. Ahora no había ninguna fábrica y todas las casas de materiales para la construcción estaban en la avenida Juan Bautista Alberdi, a unas cuadras de la casa familiar. Carlos estaba cansado y la montaña de mosaicos junto a él estaba esperando. Los pedazos de cemento, armados de a uno por vez y prensados a mano, iban a llegar hasta Yerbal, hasta las vías del Sarmiento, hasta el techo del mercado Vélez Sársfield y hasta Rivadavia. El anciano ya estaba muy enfermo como para dejar pasar aquella última chance. Por eso no podía fallar. No podía quedar ninguna ventana sana, aunque más tarde tuviera que volver a esconderse en los techos. Carlos apretó muy fuerte el mosaico elegido y sonrió como cuando era un niño antes de apuntar. Desde su balcón, el proyectil alcanzó una vidriera de un negocio y la destruyó ruidosamente. El viejo se descubrió escondido entre las sombras, sorprendido y atemorizado con su travesura; pero ampliamente satisfecho. La noche se calmó otra vez hasta que Carlos lanzó los otros piedrazos hacia sus víctimas de cristal. Los vidrios estallaban sin pausa. Uno tras otro, hasta que no quedó ninguno sano en toda la manzana y sus alrededores. Carlos estaba feliz; pero pronto notó que le faltaba un toque final a su faena infantil. El farol de la calle Chivilcoy aún estaba encendido y su luz espectral encandilaba al anciano. Carlos buscó ansiosamente el último mosaico; pero ya no había nada a su alrededor. Todo había terminado; pero él no se iba a ir conforme si no lograba apagar aquella luz. La luz que antes de esfumarse en el viento le dejó ver un instante a Bartolomé, su querido padre, lanzándole certeramente a la lámpara del farol el último mosaico de la noche.