martes, 30 de septiembre de 2014

EL AMOR Y EL ESPANTO

Después de sonarse la nariz, Edgar estuvo seguro de que tenía que pegarse el tiro en la cabeza que hacía tiempo venía prometiéndose. Probablemente sería en el paladar, con la pistola que se había encontrado una noche en la calle. Para eso se había alojado en un hotel en los suburbios de Ramos Mejía. Había guardado todas las cosas que quería que lo acompañasen hasta su último lugar en un bolso viejo. Había viajado en el colectivo 182 desde Bolaños y Rivadavia en Floresta hasta Ramos Mejía. Había encontrado un hotel barato de tres pisos a unas cuantas cuadras de las vías del Sarmiento. Había tratado de escribir una nota final sin entenderla. Y se había sonado la nariz porque sentía una molesta irritación en la fosa izquierda. Después de sonarse le había comenzado a salir sangre de la derecha. Entonces Edgar sintió que todo lo había estado preparando era inevitable. Las pesadas gotas rojas le caían rítmicamente sobre la camiseta blanca manchada con yema de huevo frito. La mancha escarlata pronto se convirtió en una flor desprolija. Edgar imaginó la sangre que desparramaría en aquella piecita mortecina y olorosa, después de apretar el gatillo con el frío cañón incrustado en el paladar. A nadie le importaría. Tarde o temprano, alguien tendría que limpiar su último lugar; pero no iba a ser él, claro que no. Después del tiro, Edgar no volvería a limpiar nada. Lo limpiarían a él. La flor de su pecho seguía creciendo y las manchas de huevo habían sido devoradas por la sangre. Edgar releyó su nota final otra vez y tampoco la entendió. Nadie la iba a entender; pero él había tenido que escribirla. Todo suicida que se precie de serlo y de parecerlo, tiene que dejar una nota para la posteridad. Edgar no quería que nadie se confundiera. Lo suyo no iba a ser un ajuste de cuentas, ni tampoco una muerte dudosa. Edgar iba a matarse. Estaba más que conforme con todo aquello. Con el arma, con el lugar y con la fecha también. El invierno infernal. Como aquella oscura pensión no tenía televisión en las piezas, ya no había mucho por hacer, salvo dar los últimos tres hurras y pum para arriba. Edgar creía estar listo para partir hacia un olvido prematuro; pero igualmente le costó un poco borrar de su mente algunos buenos recuerdos y algunas buenas personas. Su cabeza estaba inundada con un odio decidido. Así pues, asió el arma, se puso el caño en el paladar irritado y gatilló... La flor de su pecho siguió agrandándose con ritmo propio. Su nariz tapada seguía irritada por la sinusitis. El caño frío e inofensivo seguía en su boca seca. Aquello hubiera resultado con una bala en la pistola. Edgar tosió y se echó a reir hastya que se le nubló la vista y se ensució los calzoncillos. Después de ponerle tres balas al arma, repitió el rito cinematográficamente y apretó otra vez el gatillo. Lo primero que vió despuésdel estallido caliente fue un agujero en el techo. Desde el segundo piso goteaba sangre sobre su pecho. Edgar supuso que la mancha en lo alto era suya; pero enseguida nomás se dió cuenta de que todavía estaba vivo. Tal vez por todo esto, el hombre no había sido capaz de entender su propia nota de suicida. Ahora en el techo había sangre y no era la suya. Sin dudas, Edgar había herido a alguien. Tal vez, hasta había matado a su vecino de arriba, ya que él se había sacado la pistola de la boca a último momento. Ni el tiro del final. Edgar se levantó de la mugrienta silla que lo había estado sosteniendo y salió al pasillo con su camiseta roja. Subió por la escalera hasta el segundo piso y llegó hasta la habitación que estaba sobre la suya. Abrió la puerta de una patada, se dobló el pie y se cayó de culo al piso. En la pieza, justo frente a él, sobre su último lugar, había una mujer tirada en el suelo. Estaba muy sola y muy quieta. Y estaba salpicada con sangre. La bala de Edgar parecía haberse desviado, después de haber perforado un balde lleno de sangre. La mujer se había cortado las venas y había estado allí, esperando la muerte, con sus muñecas abiertas sobre el recipiente. Edgar le había disparado al balde; pero no había herido a su vecina. De hecho, Alejandra aún estaba viva y, gracias a la irrupción de su vecino de abajo en busca de la bala perdida, logró salvarse. Edgar no se había matado y había salvado a otra persona. Aunque la sangre de Alejandra había alimentado la flor escarlata del pecho deEdgar, los suicidas frustrados ni se miraron a los ojos ni se hablaron. Si se hubieran encontrado, no los hubiera unido el amor sino el espanto.