martes, 30 de septiembre de 2014

FELICIDAD

El padre va en una silla de ruedas, por temor a las caídas, ya no quiere caminar más. El hijo lo lleva pacientemente cuando, al caer la noche, ambos salen a dar el mismo paseo de siempre por el barrio. Los dos han repetido incontables veces el mismo trayecto que, entre otras lugares, atraviesa la plaza y pasa por el frente de una casa abandonada, según los vecinos, embrujada. Cuando el padre y el hijo llegan al claro más grande de la plaza, el hombre en la silla aúlla de terror como si el diablo se llevara su alma al infierno. Entonces el hijo acelera el paso como en el claro de la plaza y ambos vuelven a su hogar. Los dos han acordado que su paseo por el barrio sea siempre el mismo; pero ha sido el hombre en la silla quien, cada noche, ha insistido en pasar por el, para él, amenazante claro de la plaza, y también por el escalofriante frente de la casa embrujada. Su hijo ha sido obediente, aunque el hombre en la silla llore durante todo el trayecto y sufra aún más en la plaza y en la puerta de la casa. Hasta cierto punto, justifica la autocompasión de su padre. Si el hombre en la silla fuera capaz de amar, no se odiaría tanto. Pero una noche de otoño, en cuanto ambos llegaron al claro de la plaza, el joven detuvo sin previo aviso la silla de ruedas justo en ese lugar. El hombre en la silla se vio sorprendido y no atinó a cubrirse la cabeza con las manos para no ver el brillo de las estrellas. Se vio obligado a hacer lo que debía. Miró hacia arriba con los ojos bien abiertos. Allí parecían estar todas. Brillando a lo lejos como la felicidad. Lamiéndolos a ambos con su luz inevitable. Hasta que el hombre en la silla descubrió algo inocultable. Allí en lo alto, había una estrella que no brillaba. Estaba apagada entre todas las demás. La visión, después de todo era imperfecta. El muchacho ni siquiera lo había notado. Súbitamente sintió que aquél inesperado alto en el camino no había servido para nada. Si su padre no se curaba era porque no quería. Pero cuando ambos iban a seguir con su acostumbrado paseo, se quedaron a oscuras. Todas las estrellas del cielo se habían apagado. Todas menos una. La que hasta ese momento increíble había estado apagada. La estrella del hombre en la silla era la única que brillaba. Mientras duró la negrura ninguno dijo nada. El paseo siguió recién cuando todas las estrellas volvieron a brillar como siempre y el hombre en la silla ya no lloraba. El muchacho paró otra vez la marcha de la silla; pero porque su padre se lo pidió. La tenebrosa puerta de la casa embrujada estaba justo al lado de ellos. El hombre en la silla se puso de pie lentamente. Después de todo, si había estado sentado. sin pararse y sin caminar, había sido porque no había querido. Su hijo lo ayudó con emocionada prudencia. El hombre caminó torpemente hasta la fachada del caserón endemoniado y entonces sintió que ningún fantasma le robaría sus sueños, si él no renunciaba a ellos. Miró divertidamente a su hijo y orinó largamente el frente de la casona vacía. El muchacho enseguida lo imitó y ambos decoraron desvergonzadamente las poaredes enmohecidas del lugar. Después de la micción sagrada, el hombre plegó su silla y la dejó en la puerta de la casa abandonada. Su hijo lo abrazó fuertemente y ambos siguieron caminando hacia su hogar por un sendero nuevo que ambos iban descubriendo con cada paso. Quien esto escribe, los vio pasar cantando, bañados por los brillos del cielo otoñal estrellado.

RELIGION

Quien esto escribe los está viendo. A todos los ciegos corriendo. Entre tinieblas se han ido armando. Tanteando. Hacia el ojo en lo alto están yendo. En sus mentes monstruosas ya lo están cegando. La mayoría de ellos jamás lo ha visto; pero lo está imaginando. Un ojo en lo alto siempre mirando. Y todo el mundo en la negrura vagando. El último alumbramientro los está guiando. Un bebé sin ojos llorando. Un pequeño topo sufriendo. Y el resto sin ver; pero sintiendo. Conociendo al ojo en lo alto siempre viendo. Los ancianos la vista han ido perdiendo. Y a los más jóvenes fueron cegando.Los ojos se han estado arrancando. Ahora todos están llegando. El ojo en lo alto está más cerca y los sigue mirando. Parece ignorarlos; pero los está esperando. Algunos por el camino se van cayendo y los demás los están aplastando. Sólo una idea están concibiendo. Ninguna otra cosa les está importando. Ya no quieren ser más ciegos ni quieren que el ojo en lo alto los siga vigilando. Quieren cegarlo, quieren arrancarlo, quieren olvidarlo y ya están llegando. A lo alto ya casi están arribando. Los peores filos ya están apuntando. Hacia el ojo en lo alto que los está esperando. ¿Acaso él no podría estar evitándolo? Hasta que uno de los ciegos le asesta el primer golpe gritando. Los otros lo imitan tanteando. Algunos se hieren entre sí llorando.El ojo en lo alto ni siquiera está parpadeando. Pero su última visión está mirando. Ni una sola lágrima está derramando. Pero la sangre roja todo está inundando. A algunos de los ciegos los está ahogando. El ojo en lo alto se muere y toda su roja sangre les está vomitando. Y ahora los ciegos lo están mirando. Retorcerse, parpadear y lagrimear; pero ya no mirando. Todos lo están viendo y ya no imaginando. Su terrible crimen la visión les está dando. La sangre del ojo en lo alto los está cambiando. Para ver su pecado mortal sus armas asesinas están mirando. Ensangrentadas como sus manos temblando. Ahora se las están cortando. Los mancos de lo alto pronto están escapando.Una despareja alfombra de rojas manos amputadas atrás van dejando. El ojo en lo alto ya no los está mirando. Ahora son ellos mismos quienes se están contemplando.Las armas rojas afiladas los mancos van abandonando. Algunos de vez en cuando se vuelven hacia atrás y miran a lo alto chillando. Quizás se estén lamentando. Sus manos estarán extrañando. Hay un par de ellos que sus muñones están lamiendo. La venganza del ojo en lo alto muerto están temiendo. Saben que la noche los está envolviendo. Los fantasmas pronto estarán gritando. Las pesadillas a los sueños devorando. Inevitablemente las ilusiones irán muriendo. Sin embargo al amanecer todos ven otro ojo en lo alto. Vivo. Mirando. Parece ser el mismo de antes; pero es otro que lo está reemplazando.Y detrás de ése hay otros millones esperando. La próxima noche que los ciegos o los mancos se vayan armando. Y vuelvan a atreverse a aquello que ahora están recordando. Algunos piensan que están soñando. Pero su gran falta están pagando. Ellos lo están mirando y quien esto escribe imaginando. En cortarle las manos hay quienes ya están pensando. Cuando lo hagan el primer huevo manco se estará gestando. En un vientre ciego palpitando. La maldita criatura nacerá gritando. Desamparados redentores lo recibirán cantando. Por fin llegado el querido hijo se quedarán mirando. Tal vez entonces todavía quede alguien imaginando.

LARROQUE


¿Para qué habían servido los celos, las rencillas y los malos ratos? Por fin estaban todos allí, como en un viaje de egresados. Encerrados en un extraño lugar, a orillas de un mar helado. Todos amontonados, como renglones inútiles en un cuento olvidado. Se reprochan entre ellos, su tiempo desperdiciado. Simulan que no se importan, después de haberse extrañado. Hasta ese paraje han llegado. Son veinte ex compañeros del secundario. Juntos allí se han quedado, en el medio de un recuerdo, atrapados. Parecen disfrutarlo; pero por dentro están gritando que no quieren volver al pasado. Cada uno es su propio vampiro, y la sangre se ha chupado. En aquél cálido purgatorio, los veinte han sido confinados. Golpean las puertas del cielo nublado. Todos cargan su propio demonio, que los ha traicionado. Aunque parezcan juntos, todos están separados. Algunos están riendo con mueca de estar llorando. Y hay uno que está llorando; pero de reir no se ha cansado. Este último es quien esto escribe, escondido en un rincón ignorado. Casi una década ha pasado, desde que el secundario han terminado. Ahora son veinte recuerdos, todos mezclados. Las dedicatorias de fin de curso han sido un engaño. Lápidas frías, para los egresados. Ahora cada uno hace la suya, naturalmente, por su lado. Y diez años han pasado. A ninguno parece haberle interesado. Por eso han sido los veinte encerrados. Como en un retrato, inmovilizados. Como muertos de película, reanimados. Sin embargo uno del montón, sus nombres no ha olvidado. Veinte recuerdos para veinte nombres del pasado. Ellos no recuerdan; pero aún no han olvidado. Ahora que los festejos han pasado, las vacaciones han comenzado. Y sin embargo aquél viaje de egresados, jamás será realizado. Los años seguirán pasando, y quien esto escribe, seguirá imaginando. Más de una vez, equivocado. Tal vez algunos crean, o lo estén intentando. Aunque es probable que a la mayoría de ellos no les haya importado. Quien esto escribe, de reir se está cansando. Es que ya casi diez años han pasado.

LA MUERTA

Aquél sueño se desarrollaba íntegramente dentro de una galería comercial abandonada. Todo lo que se podía ver, o intuir, parecía estar destruído. En algunos rincones de la galería había personas escondidas en la oscuridad. Parecían estar asustadas por algo. Por momentos, algunos murmuraban entre sí sobre lo que había pasado, o sobre lo que iba a pasar allí adentro.Sin embargo, afuera en la calle, todo parecía estar también en ruinas. Algo lo había destruído todo. Hacia la salida, por el pasillo principal, a la derecha, entre los locales cerrados hay un patio interno. En el patio hay una pileta de lavar azulejada y está llena con agua sucia. Una mujer embarazada está parada con la cabeza metida en el agua. Ahogada, aún está de pie. Aquella escena no encaja con el resto del lugar; pero sin ninguna duda, aquello es lo que temen quienes se esconden en la galería. La visión de la mujer embarazada ahogada es irresistible para el hombre que acaba de descubrirla.Al sacarla del agua, la muerta revela su verdadero rostro a su sorprendido salvador. Sus ojos no brillan. Son infinitamente malvados. Su feroz mirada sin pupilas se clava inmediatamente en quien ha creído salvarla. El hombre trata de escapar; pero la muerta lo persigue y se le trepa en la espalda. Sonríe victoriosa y muerde a su aterrada víctima ferozmente. El dolor es insoportable y la escena del escape frustrado se repite una y otra vez. Poco después, la muerta aparece nuevamente en el patio, doblada sobre la pileta, con la cabeza sumergida en el agua sucia. Quien la levantó, ahora no volverá a hacerlo. Sólo se queda mirándola, desconfiado, en la puerta del patio. Es entonces cuando aparecen dos hombres en la galería y entran al patio de la muerta. Ambos se quedan mirando la escena y, desoyendo las advertencias desesperadas del hombre en la puerta, sacan a la muerta del agua. La mujer embarazada, tan horripilantes como antes sus ojos y su cara, ignora y esquiva a sus nuevos salvadores y persigue otra vez a su primera víctima. El hombre, mucho más sorprendido que la primera vez, trata de huir nuevamente; pero la muerta lo alcanza rápidamente y se le monta otra vez en la espalda para morderlo salvajemente de nuevo. El dolor es peor que antes. Los tarascones también. El hombre le pregunta a la muerta: ¿Por qué?; pero ella no le contesta y se ríe enloquecidamente.La salida jamás aparece. Pronto, el hombre que había creído salvarle la vida a la muerta, se confundirá silenciosamente con el resto de las sombras que se esconden y murmuran en la galería abandonada, cerca del patio, entrando desde la calle devastada. Junto a la muerta, que sigue soñando y esperando, con la cabeza sumergida y los ojos muy negros, en el agua putrefacta.

EL AMOR Y EL ESPANTO

Después de sonarse la nariz, Edgar estuvo seguro de que tenía que pegarse el tiro en la cabeza que hacía tiempo venía prometiéndose. Probablemente sería en el paladar, con la pistola que se había encontrado una noche en la calle. Para eso se había alojado en un hotel en los suburbios de Ramos Mejía. Había guardado todas las cosas que quería que lo acompañasen hasta su último lugar en un bolso viejo. Había viajado en el colectivo 182 desde Bolaños y Rivadavia en Floresta hasta Ramos Mejía. Había encontrado un hotel barato de tres pisos a unas cuantas cuadras de las vías del Sarmiento. Había tratado de escribir una nota final sin entenderla. Y se había sonado la nariz porque sentía una molesta irritación en la fosa izquierda. Después de sonarse le había comenzado a salir sangre de la derecha. Entonces Edgar sintió que todo lo había estado preparando era inevitable. Las pesadas gotas rojas le caían rítmicamente sobre la camiseta blanca manchada con yema de huevo frito. La mancha escarlata pronto se convirtió en una flor desprolija. Edgar imaginó la sangre que desparramaría en aquella piecita mortecina y olorosa, después de apretar el gatillo con el frío cañón incrustado en el paladar. A nadie le importaría. Tarde o temprano, alguien tendría que limpiar su último lugar; pero no iba a ser él, claro que no. Después del tiro, Edgar no volvería a limpiar nada. Lo limpiarían a él. La flor de su pecho seguía creciendo y las manchas de huevo habían sido devoradas por la sangre. Edgar releyó su nota final otra vez y tampoco la entendió. Nadie la iba a entender; pero él había tenido que escribirla. Todo suicida que se precie de serlo y de parecerlo, tiene que dejar una nota para la posteridad. Edgar no quería que nadie se confundiera. Lo suyo no iba a ser un ajuste de cuentas, ni tampoco una muerte dudosa. Edgar iba a matarse. Estaba más que conforme con todo aquello. Con el arma, con el lugar y con la fecha también. El invierno infernal. Como aquella oscura pensión no tenía televisión en las piezas, ya no había mucho por hacer, salvo dar los últimos tres hurras y pum para arriba. Edgar creía estar listo para partir hacia un olvido prematuro; pero igualmente le costó un poco borrar de su mente algunos buenos recuerdos y algunas buenas personas. Su cabeza estaba inundada con un odio decidido. Así pues, asió el arma, se puso el caño en el paladar irritado y gatilló... La flor de su pecho siguió agrandándose con ritmo propio. Su nariz tapada seguía irritada por la sinusitis. El caño frío e inofensivo seguía en su boca seca. Aquello hubiera resultado con una bala en la pistola. Edgar tosió y se echó a reir hastya que se le nubló la vista y se ensució los calzoncillos. Después de ponerle tres balas al arma, repitió el rito cinematográficamente y apretó otra vez el gatillo. Lo primero que vió despuésdel estallido caliente fue un agujero en el techo. Desde el segundo piso goteaba sangre sobre su pecho. Edgar supuso que la mancha en lo alto era suya; pero enseguida nomás se dió cuenta de que todavía estaba vivo. Tal vez por todo esto, el hombre no había sido capaz de entender su propia nota de suicida. Ahora en el techo había sangre y no era la suya. Sin dudas, Edgar había herido a alguien. Tal vez, hasta había matado a su vecino de arriba, ya que él se había sacado la pistola de la boca a último momento. Ni el tiro del final. Edgar se levantó de la mugrienta silla que lo había estado sosteniendo y salió al pasillo con su camiseta roja. Subió por la escalera hasta el segundo piso y llegó hasta la habitación que estaba sobre la suya. Abrió la puerta de una patada, se dobló el pie y se cayó de culo al piso. En la pieza, justo frente a él, sobre su último lugar, había una mujer tirada en el suelo. Estaba muy sola y muy quieta. Y estaba salpicada con sangre. La bala de Edgar parecía haberse desviado, después de haber perforado un balde lleno de sangre. La mujer se había cortado las venas y había estado allí, esperando la muerte, con sus muñecas abiertas sobre el recipiente. Edgar le había disparado al balde; pero no había herido a su vecina. De hecho, Alejandra aún estaba viva y, gracias a la irrupción de su vecino de abajo en busca de la bala perdida, logró salvarse. Edgar no se había matado y había salvado a otra persona. Aunque la sangre de Alejandra había alimentado la flor escarlata del pecho deEdgar, los suicidas frustrados ni se miraron a los ojos ni se hablaron. Si se hubieran encontrado, no los hubiera unido el amor sino el espanto.

PAULA


La hora de las tinieblas había llegado. Paula lo sabía; pero ya no podía hacer nada al respecto. Tenía que volver a su casa y era tarde. Después de medianoche, Floresta está fría en Lacarra y Tandil. Y el colectivo 7 no sale. Paula tiembla y espera que sea por el frío. No la ha acompañado nadie desde la parroquia Virgen de los Desamparados hasta la parada del 7. Ella lo ha preferido así, para evitar cualquier comentario. Después de la misa vespertina y después de la charla sobre Doctrina Social de la Iglesia, Paula apenas ha saludado a algunos de sus compañeros de Acción Católica, y se ha ido sola por la calle Fernández hasta la avenida Directorio, y después por Lacarra hasta Tandil. Tal vez se siente más sola porque no ha visto a quien deseaba ni en la misa ni en la charla. Otro muchacho se ha ofrecido para acompañarla; pero Paula se ha negado muy cortésmente, y se ha fugado en secreto. Pasadas las doce de la noche, el condenado colectivo azul y blanco no sale y en la calle parece que no hay nadie. Tal vez era mejor así, pensaba Paula, aunque quizás ella no veía a nadie; pero alguien sí la estaba mirando desde las sombras. A lo mejor los rumores sobre las cosas que pasaban en el Parque Avellaneda, se basaban en hechos verídicos después de todo. Y Paula tenía todo el oscuro parque a sus espaldas, frente a los colectivos inmóviles como nunca.Entonces Paula sólo tuvo una cosa en mente. La historia del sujeto que, según decían, merodeaba el Parque Avellaneda por las noches, preguntándole el nombre a las mujeres que encontraba en su camino. Y si ellas no respondían como él esperaba, las atacaba. A una señora que volvía desde el trabajo hacia su casa, según se corría la voz en el barrio, la había mordido violentamente en el cuello. Paula no había creído en aquellas cosas hasta aquella noche fría.El vampiro iba a atacarla en cualquier momento. El colectivo 7 saldría sin ella y su cena se enfriaría definitivamente. Paula estaba temblando aunque estaba bien abrigada. Deseaba con todas sus fuerzas que el cargoso de la parroquia a quien había desairado tan gentilmente después de la conferencia, se le apareciera de repente y se ofreciera nuevamente para acompañarla, de ser posible, hasta la puerta de su casa. Pero los dos hombres que aparecieron desde la esquina del parque, en Directorio y Lacarra, no eran del grupo de Acción Católica. Ahora Paula sí que estaba desamparada. Caminaban como si hubieran tomado demasiado; pero tal vez también estaban drogados. La cuestión era que se estaban acercando inexorablemente hacia la muchacha. Quizás aquél dúo inquietante seguía su accidentada marcha sin molestarla; pero Paula, al tenerlos más cerca, ensayó un alarido que nadie escuchó y, por un instante, se vió en las páginas policiales de los diarios matutinos. Iban a golpearla, iban a violarla y después iban a matarla, pensaba Paula. Y el colectivo iba a seguir allí enfrente, parado e indiferente. Encima, cuando ella estuviera agonizando y recordando su existencia, sobre llovido, mojado, iba a aparecérsele el vampiro para preguntarle su nombre con impaciencia. Pero los hombres ni la tocaron. En cuanto se le fueron encima, una enorme figura negra brotó desde el parque y los atacó a ellos. La sombra golpeó al asombrado par; pero no tuvo tiempo de violarlos ni de matarlos porque huyeron desesperadamente sobrios.Paula apenas podía creerlo. Aquél superhéroe tan oportuno tampoco parecía uno de los jóvenes de Desamparados, aunque estaba todo vestido de negro como el padre Astiguesta. El de: "¡No hay redención sin sangre!". Quienquiera que fuese aquella persona, había ahuyentado a los malvados y la estaba acompañando en silencio. En eso, un chofer salió de las oficinas del colectivo 7 y se acercó a un Mercedes Benz 1114. Paula iba a volver a su casa y no iba a salir en los diarios, y no iba a perderse su cena...Cuando se subió al colectivo, Paula suspiró hondamente. Sacó su boleto sin quejarse por la demora del servicio y se sentó atrás de todo. La ventanilla estaba abierta y se animó a mirar al extraño que la había ayudado y aún estaba en la parada. En cuanto le dió las gracias, el sujeto le preguntó su nombre. Paula, sobre el esperado colectivo que se iba lentamente, le contestó con un susurro. El hombre le sonrió y se perdió en la oscuridad del parque.

LA MITAD DEL TUNEL

Gabriel todavía creía que estaba atrapado en la mitad del túnel. La gente había había vuelto a subir y bajar los escalones grises entre los azulejos celestes. Desde Yerbal a Venancio Flores y desde Venancio Flores a Yerbal. A través del largo mingitorio de la Bahía Blanca subterránea. Algunas personas se quedaban mirándolo inquietas, ya que el joven se había sentado sobre un escalón mojado y no parecía haberlo notado, o lo que podía ser peor, no le importaba un comino haberse mojado los pantalones. Tal vez, hasta se había orinado encima; pero el chico no parecía un vagabundo. Gabriel había sido atrapado por el túnel y no había podido salir. Había caído, ingenuamente, en las fauces de la magia de Floresta. Después de los mosaicos contra las ventanas. Después del borracho golpeado por el tren. Después del cántico escolar en medio de la noche. Gabriel había querido cruzar de un lado a otro; pero no se había dado cuenta de que atravesaba el túnel por primera vez. En cambio el túnel, lo supo en cuanto el joven estudiante secundario, alumno del Larroque, pisò el primer escalón para entrar en él.Gabriel descendió hasta el fondo rojizo y, al llegar a la mitad del túnel, no pudo seguir. Algo se lo impidió. La gente desapareció y el exterior cambió. A ambos lados Floresta era otra cosa. Tal vez, de un lado estaba el pasado y del otro el futuro. Tal vez, de un lado estaba la muerte y del otro la vida. El túnel era una inexplicable e ineludible trampa pascual. Y la parálisis del medio del pasaje tenía que ver con la elección necesaria entre las diferentes ofertas que parecían aguardar en el exterior. Gabriel lo entendía; pero no podía ni quería aceptarlo. El sólo había querido salir a Floresta Norte; pero el túnel lo había detenido. Apenas por unos instantes que le parecieron eternos como el infierno e intensos como el purgatorio. En un momento hasta había pensado que todo era un ridículo sueño, o alguna inexplicable alucinación; pero aquello era pura magia barrial. Floresta y su mundo.Y Gabriel quería salir de allí abajo. Seguir adelante o volver atrás; pero indiscutiblemente hacia afuera.Y lo peor era que no había allí ninguna ayuda. Ninguna pista. Ninguna señal. Hasta que comenzaron a aparecer las personas que, cotidianamente iban de un lado al otro, por aquél oloroso y húmedo lugar. Entonces Gabriel supo que podía hacer lo que quisiera. De alguna manera, había elegido un camino y el túnel lo había liberado. La gente lo miraba, y él aún no estaba convencido del todo sobre qué era la realidad y qué la nada.Cuando Gabriel se puso de pie y se apuró a salir hacia Yerbal, tuvo que deshechar la desagradable sensación de haber vuelto sobre sus pasos y haber retrocedido. En realidad, creía haber hecho lo correcto, aunque no entendía lo que le había ocurrido. Se sentía como si lo hubiera atropellado un camión a gran velocidad en la ruta. De todas formas, lo que hubiera sido, no le había dolido tanto. Aunque estaba mojado y se sentía un poco más sabio. Ni siquiera recordaba qué era lo que había querido ir a hacer del otro lado del túnel.Los colectivos 85 y 114, que lo dejaban en la esquina de su casa en la calle Miranda, rara vez se detenían en medio de las vías, donde se cruzan Mercedes y Segurola, a dos cuadras del pasaje pascual.

JODIDO Y RADIANTE

Al anochecer, con el día, mueren también los sueños. Algo termina; pero no importa demasiado. Ya ha terminado muchas veces y volverá a hacerlo hasta el final del viaje. Mientras tanto, casi todo se hace por costumbre. Vivir es una rutina refleja, como viajar en colectivo rumbo al ocaso. Los recuerdos asfixian y, tarde o temprano, ni siquiera queda lugar para un sueño. Tal vez así, sin magia, se crezca. Las horas son días, los días son semanas, las semanas son meses y los meses son años. Lo provisorio se hace eterno. Hasta que se llega a destino.El destino cotidiano de Eduardo era Yerbal y Joaquín V.González, en el barrio de Floresta. Eduardo trabajaba en Once y cada día volvía hasta su casa desde Bartolomé Mitre y la avenida Pueyrredón en el colectivo 104. En el asiento de atrás de todo, el de cinco lugares, preferentemente a la derecha sobre la puerta de salida. Al atardecer, cada minuto ahorrado durante el regreso, la ducha, la cena y algún entretenimiento, era un minuto más para dormir. Y tal vez para soñar. Pero era muy difícil alterar voluntariamente el orden de las piezas de la maquinaria. Cada una encajaba ajustadamente para no detenerse hasta la inevitable llegada. Mientras tanto no se podía descansar, ya que perder el ritmo podía ser fatal. Hasta podía ser mortal. Algo de color entre la negrura era imposible. La acedia estaba al mando de todo. Eduardo le había dejado hacer al tedio de vivir. Se sentía derrotado. No se podía escapar, ni siquiera se podía intentarlo. No se podían cambiar las reglas a esa altura del partido. Como solía ocurrir, no se podía hacer nada más que seguir adelante.Pero también estaban los milagros. Tan increíbles como inesperados. Eduardo ya no creía en la magia y no esperaba ningún cambio en su situación. Tal vez habrá sido por eso que lo encontró. Una noche otoñal, al borde de las vías del Sarmiento, cuando se bajó mecánicamente del colectivo verde.Primero creyó que algunos muchachos estaban gritando y cantando en el campito frente a los edificios de Venancio Flores y Joaquín V. González. Pero Eduardo conocía perfectamente aquél cántico lejano y prohibido que, en realidad, venía de la escuela Emilio Giménez Zapiola: "¡Escuela 3, escuela de varones, Escuela 3, orgullo nacional, Escuela 3, no se aceptan maricones, ni tarados, ni cagones como en todas las demás. Escuela 3, Escuela 3. Escuela 3!".Eduardo había egresado de la escuela 3 quince años atrás de aquél mágico otoño. El había sido un alumno del Zapiola cuando no era nada de lo que condenaba el cántico de batalla para las excursiones. Cientos de niños con sus guardapolvos blancos y sus sueños intactos lo estaban juzgando. Eduardo estaba tan cansado como sorprendido; pero ya no tan vencido como se había estado sintiendo. Tal vez había enloquecido, aunque aquella posibilidad simplificaba demasiado las cosas. Aquellas voces tampoco eran imaginarias, ya que Eduardo no imaginaba nada hacía mucho tiempo.La canción era magia. El pasado se había hecho presente por los sueños de los niños del ayer. Eduardo sólo era uno más entre ellos; pero misteriosamente, aquella noche de marzo, lo habían elegido a él. Los chicos que alguna vez habían soñado con ser grandes y felices lo estaban inundando y emocionando bochornosamente. Aquello de estar jodido y radiante después de tanto tiempo, sin duda era una gran responsabilidad para Eduardo. Pero en aquél momento, hasta él mismo parecía sentirse más que a gusto con su increíble misión. Un ruidoso tren desde el oeste lo trajo de regreso a la realidad por un instante. Pero los ecos de la rima escolar aún lo mareaban suavemente. No siempre tomar atajos acortaba el camino y ningún obstáculo era tan insalvable como se presentaba. Despertarse temprano, una lluviosa y fría mañana, sin suspender la excursión del día, era tan molesto como necesario. Una vez en el micro naranja y blanco, Eduardo se sentaría del lado de la ventana, junto a Diego, su mejor amigo. El chofer apuraría ese motor, para en esa cafetera, no morirse de calor.

LA PLEGARIA MUDA


No era mucha la distancia que mediaba entre la siesta de alcohol bajo los árboles y el sueño picado sobre los rieles. Apenas un par de cuadras separaban la plaza Vélez Sársfield de las vías del ferrocarril Sarmiento, en Floresta. El borracho que había tomado para olvidar su dolor, había fracasado porque no había olvidado nada. El problema no se había ahogado con el alcohol, al contrario, parecía haberse agrandado durante la siesta. Ahora el borracho daba lástima, y eso que nadie podía ver su corazón destrozado, ni nadie podía sentir su dolor como él. Además, a ninguno de los vecinos que lo estaban mirando desde lejos, intercambiando comentarios sobre su estado, le interesaba en lo más mínimo ponerse en su lugar, o ayudarlo a levantarse. Fuera la que fuese la razón de aquél hombre tirado para haber quedado así, un borracho en la plaza no quedaba bien. También por eso decidió enderezarse y empezar su marcha despareja hacia las vías. Antes de cruzar Bogotá y de tomar Chivilcoy, se volvió en silencio y miró la cruz en lo alto de la iglesia de la Candelaria. Las baldosas, los cordones y los adoquines del camino parecían estar confabulados en su contra para convertir su andar en una ridícula marcha sobre la cubierta de un barco perdido en una tormenta. Sentía la cabeza adentro de una bolsa y el estómago en llamas, además de todo el cuerpo flojo. El dolor lo seguía guiando hacia el próximo tren. La gente lo evitaba y al cruzar Bacacay casi lo atropella un auto. Pero aquella todavía no era su hora. En la próxima esquina, donde alguna vez había estado el primitivo Club Floresta, ahora había unos dúplex muy elegantes. Cruzando Venancio Flores había un kiosco de diarios y revistas, frente al vivero. A escasos metros estaba el colegio Saturnino Segurola y, del otro lado de las vías, en Yerbal y Chivilcoy, seguía el mercado Vélez Sársfield fundado hacia 1925. En esa esquina, un tiempo atrás, había funcionado un circo con animales y todo. El borracho sabía todo esto de sobra; pero ahora, entre todos los recuerdos, sólo tenía espacio para una condenada idea. Pasarse del otro lado del dolor para no sentirlo más. La gente que iba a presenciar aquél espectáculo ya no podía intervenir, y tal vez hasta no quería que el borracho se salvara. Después de todo, él mismo había llegado hasta allí, y parecía dominar su situación. No sería la primera ni la última víctima del Sarmiento en Floresta. Dió el último paso necesario y ya con el convoy encima, alzó los brazos para protegerse, como en una plegaria muda. La escena pareció detenerse por unos instantes. Era como una enorme foto. El costado del primer vagón golpeó con fuerza al hombre y lo sacó de la ruta del tren. Si hubiera ido a parar frente al convoy, otra hubiera sido la historia; pero aquella tampoco era su hora. El impacto dejó sobrio al vecino y lo despatarró frente al kiosco. Como había vuelto a la normalidad, aunque todavía olía a alcohol, pronto la foto se puso en movimiento y algunas personas se le acercaron para ayudarlo a incorporarse. Tal vez, sin pensarlo, más de uno se había puesto en su lugar. El hombre juraba a quien lo escuchara, que no iba a volver a tomar en su vida. La vida que recién ahora empezaba a valorar como lo único que tenía. Lo más valioso. Quizás era mejor, después de todo, quedarse de este lado aunque doliera, para algún día, tarde o temprano, aprender y poder recordar sin sufrir tanto. El hombre volvió serenamente sobre sus pasos y pronto se perdió por las calles del barrio, dejando atrás la frustrada función de picadillo sobre rieles. Tal vez, en algún lugar, alguien lo estaba esperando.

EL ULTIMO MOSAICO


Carlos tomó otro pedazo de mosaico y se lo quedó mirando como si fuera un diamante. Estaba decidido, aquella preciosura de cemento sería la primera piedra. Al lado de Carlos se alzaba una considerable pila de mosaicos rotos de los que hacía Bartolomé, su padre. Cuando era chico eran célebres sus furtivas prácticas de puntería contra las indefensas ventanas del vecindario de Vélez Sársfield. Casi siempre lo habían descubierto, dada la delatora proximidad del negocio de Bartolomé en la calle Segurola, con los lugares atacados. Pero ahora que tenía 83 años no iban nisiquiera a sospechar de él. Carlos no iba a tener que esconderse del enojo de su padre en los techos. Esta vez iba a poder romper todas las ventanas de Floresta. Nada ni nadie iban a impedírselo. Antes de tirar la primera piedra al primer vidrio, Carlos ya sabía que no iba a tener otra oportunidad como ésa. Aquella noche nadie culparía a Carlos. La fábrica de mosaicos de su padre, fundada en 1910 y fundida en 1970, era sólo un recuerdo glorioso. Carlos la había dirigido hasta el final, después de la muerte de Bartolomé en 1940. Ahora no había ninguna fábrica y todas las casas de materiales para la construcción estaban en la avenida Juan Bautista Alberdi, a unas cuadras de la casa familiar. Carlos estaba cansado y la montaña de mosaicos junto a él estaba esperando. Los pedazos de cemento, armados de a uno por vez y prensados a mano, iban a llegar hasta Yerbal, hasta las vías del Sarmiento, hasta el techo del mercado Vélez Sársfield y hasta Rivadavia. El anciano ya estaba muy enfermo como para dejar pasar aquella última chance. Por eso no podía fallar. No podía quedar ninguna ventana sana, aunque más tarde tuviera que volver a esconderse en los techos. Carlos apretó muy fuerte el mosaico elegido y sonrió como cuando era un niño antes de apuntar. Desde su balcón, el proyectil alcanzó una vidriera de un negocio y la destruyó ruidosamente. El viejo se descubrió escondido entre las sombras, sorprendido y atemorizado con su travesura; pero ampliamente satisfecho. La noche se calmó otra vez hasta que Carlos lanzó los otros piedrazos hacia sus víctimas de cristal. Los vidrios estallaban sin pausa. Uno tras otro, hasta que no quedó ninguno sano en toda la manzana y sus alrededores. Carlos estaba feliz; pero pronto notó que le faltaba un toque final a su faena infantil. El farol de la calle Chivilcoy aún estaba encendido y su luz espectral encandilaba al anciano. Carlos buscó ansiosamente el último mosaico; pero ya no había nada a su alrededor. Todo había terminado; pero él no se iba a ir conforme si no lograba apagar aquella luz. La luz que antes de esfumarse en el viento le dejó ver un instante a Bartolomé, su querido padre, lanzándole certeramente a la lámpara del farol el último mosaico de la noche.